viernes, 17 de diciembre de 2010


CUANDO ÉL MISMO FUE ANTONIO.
Historia de Navidad.

Por Gerardo Herrera.

La cara de Antonio finge sonreír. Quisiera convencerse a sí mismo que no le ocurre nada.

Camina por las céntricas calles, desconocidas para él. Ve las caras sonrientes y las familias que recorren los puestos y las tiendas, vacían los anaqueles intercambiando por productos que les proporcionen momentos de felicidad. Finalmente el comprar da una sensación de satisfacción.

Antonio llegó a Puebla de “raid”. Un hombre que transportaba material de trabajo se compadeció de verlo titiritar de frío, cerca de la autopista. Su llegada a la gran ciudad no fue por casualidad.

Hace un año, precisamente antes de la navidad, le ofrecieron un trabajo de albañil en una constructora, que frente a las costas de Baja California Sur, planeaban hacer una gran obra. San José de Los Cabos se llama la isla a la que fue llevado junto con otros 40 trabajadores de diversos estados de la republica.

En esa obra, muchos vieron sus últimos días. Algunos murieron en accidentes. Otros de enfermedades que no fueron tratadas a tiempo. Los patrones fueron sus principales victimarios.

Antonio estuvo a punto de dejar el alma en aquellas tierras. Tan lejanas a su Polka querida. Una población cercana a Tonalá, Chiapas. Allá donde también hay playas, pero donde Antonio vivía con más hambre y pobreza.

Fue en la obra, que un medio día, en el abrazador calor de julio, Antonio perdió el equilibrio en el andamio, y no pudo sujetarse a tiempo del delgado lazo que le auxiliaba, que cayó del tercer piso del edificio.

Luego de dos días, despertó con tres costillas rotas, la nariz fracturada, la mano derecha amputada.

Luego de dos meses de rehabilitación, fue obligado a volver al trabajo.

Con fuertes dosis de calmantes para el dolor, aun paleaba con la mano izquierda la mezcla del mortero para los acabados. Acarreaba a una sola mano 25 kilos de cemento. Separaba las piedras y traía agua. Así contribuía para pagar sus curaciones. Ahora era un esclavo.

Se dio cuenta al fin, que a varios de sus compañeros también les habían suspendido los pagos. ¿La razón? No importaba. Cualquier pretexto era suficiente. Finalmente estaban presos en esa isla sin poder ir a ninguna parte.

Decidieron un día escapar. Lograron convencer al hombre del barco, que les permitiera huir escondidos en alguna parte del viejo navío a cambio de dos mil doscientos pesos, por seis de ellos, que no resistían más aquel infierno.

Llegó Diciembre y se encontraron en Mazatlán. De ahí a Durango y luego a Torreón. Hasta Monterrey llegaron juntos los seis hombres que sentían que acababan de recuperar su libertad, pero que al mismo tiempo huían como delincuentes.

Viajaron en trailers, en viejas camionetas, comieron las sobras de los mercados.

Comieron tantas penas y bebieron más angustias, que creyéndose libres por fin, los seis buscaron liberarse también de sus compañeros.

La peor parte fue para Antonio. ¿Quién quisiera de compañero de viaje a un manco? ¿A quién le gustaría oír todo el camino lamentos, por la falta de medicamentos para aliviar sus dolores?

- “Bueno Antonio, mira, yo aquí tengo un mi hermano”, dijo el último en abandonarlo,
- “No seas malo, decíle a tu hermano que onque sea me préste unos cien pesos, yo llegando a la casa se los giro, por Dios!” suplicó Antonio.
- “mmm... peráme pues, ahorita regreso” dijo el infeliz compañero de huidas.

La mirada de ojos tristes de Antonio se nublaron de las lagrimas, cuando a las once de la noche se dio cuenta que lo habían abandonado. A partir de ahí caminaría sólo.

Recordó a sus dos tiernas hijas. Sus caritas se las imaginó nada más. Hacía tanto tiempo que no las escuchaba llorar y menos reír. Angelita de dos años y Lupita de cuatro, habían estado muy enfermas cuando decidió tomar la oferta de trabajo en un lugar tan lejano y desconocido.

Recuerda que nomás tres meses logró enviar dinero para aliviarlas, y pagar las deudas en la tienda del pueblo. Luego no pudo hacerlo más.

Esa noche lloró como un niño. Quiso llorar de más, talvez para vaciar las penas y quedar seco de una vez por todas. No le importó que le voltearan a ver, ni que se compadecieran, porque nadie le ofreció tampoco ayuda.

Ya había aprendido a dormir en la calle, en las terminales de autobús, en los parques. Pero ahora renacía con más fuerza el deseo de llegar nuevamente a su tierra.

Su voz no se quebraba cuando pedía un “raid”. Su espíritu si.

La fe y la esperanza eran como lucecitas apagándose en medio de la nada. Y solamente eran iluminadas temporalmente cada vez que se acercaba un autobús.

Hubiera querido dormir entonces en una cálida hamaca. Sentir la brisa del mar, con la barriga satisfecha y que le despertasen las risas y gritos de sus hijas.

Así soñaba despierto Antonio. Y eso lo hacía sonreír de tal manera, que la gente que le veía pensaría que era un hombre tan feliz, que acababa de cobrar su aguinaldo, o su quincena o quizá recibido una gran noticia.

Pero Antonio así vivía su odisea. Mediano de estatura y delgado como un niño, moreno de la piel, mas por el sol que por la raza indígena que sellaba su estampa.

Por la buena voluntad de los hombres, que aún existen, llegó a Puebla. La central de camiones fue su alcoba otros días más. Su esperanza era llegar a Orizaba. Ahí si conocía a alguien que pudiera auxiliarle. ¿Pero cómo llegar a aquella nueva meta?

Intentó buscar trabajo, pero no lo consiguió. Nadie emplea a un manco.

Fue a la oficina de gobierno que esta frente al Templo del Señor de las Maravillas. Ahí le podrían ayudar, según le dijeron.

-“Por Dios señor, que triste historia, que desgraciados!” dijo ella. Empleada desde hace tiempo en aquella oficina. Mujer de buenos sentimientos.
- “Pero no se preocupe, ya hablé con el licenciado, dice que si, que sí le va a ayudar para su pasaje, y también para que coma” le dijo sonriente.
-“Gracias señorita, Dios la bendiga, yo aquí espero afuera... muchas gracias”

Pasaron más de dos horas para que llegara el licenciado.

La cara del funcionario se frunció entonces y de un tajo mató las esperanzas de Antonio.

-“Ni pasaje ni comida!, no se puede!”
-“Pero ya le había dicho al pobre..., licenciado, aunque sea de comer” suplicó la subordinada.
-“Que pena, pero no se puede” fusiló el hombre.

Antonio en la banqueta comió un bocado. Alguien de la oficina se lo invitó y le susurró:

“Es que el licenciado odia a los chiapanecos. Su vieja lo dejó por uno de allá... por eso los odia” confesó alegrado el gentil proveedor.

Antonio no lo escuchó. Su mente disfrutaba aquel manjar que le ofrecían y que había esperado en largo ayuno.

Se alejó del lugar para orar. Para pedirle al Creador que finalmente le perdonara todas las ofensas que hubiera causado alguna vez, que serían las causantes de tanta desgracia en tan poco tiempo.

No podía perder lo único que le quedaba, la fe. Y eso fue lo que suplico aquel viernes. Que no fuera más abandonado.

A pesar de contarle a uno y a otro su triste travesía, no cesaba en cada vez, de alegrar su boca con una sonrisa. Insisto pues, como queriéndose convencer que su pena no es mayor que la de cualquiera.

Las luces navideñas en las fachadas de las casas y edificios, no le son ajenas al hombrecito. Al contrario, le arrancan suspiros mayores a los provocados por su dolor de costillas.

Quiso volver a llorar pero no pudo. El frío le había secado los ojos y la lengua.

Un hombre le ha ayudado. Doscientos pesos le alcanzarán para llegar a Orizaba en un camión de tercera clase. Mañana sale al medio día.

Sentado espera Antonio el momento de partir a la nueva meta. Espera también, a que pase un poco el dolor y duerma un poco. Aquél desconocido le ha devuelto la esperanza y un poco de alegría. No sabe si llegará a tiempo a casa para ver de nuevo a su familia en Navidad, pero él esta optimista. Sigue sonriendo.

El hombre que le ayudó esta en su cálida casa. Hubiera querido hacer más por esa pena, pero no lo hizo.

Suspira y se recarga en la mesa acuñando su tristeza. Acompaña sin querer a Antonio en esa espera.

Las luces de su árbol le recuerdan su propia historia. Vienen a su mente las tristes horas que alguna vez vivió y lloró de penas. El hambre que pasó y el ansia de volver a ver su tierra.

Cuando él mismo fue Antonio.